Con una mano, agarrada al mundo de su madre; con la otra, a su muñeca inseparable. Así conocí a Silvia Liliana; metida en el menudo cuerpecito de una niña que paseaba sus escasos siete u ocho años en medio de lecturas, tertulias y osadías protagonizadas por su guía, su madre, su universo –por siempre y para siempre–: la aguerrida escritora de todos los tiempos, Silvia Aponte.
Porque Silvia –entre finales de los 70 y comienzos de los 80– llegaba a las reuniones semanales del grupo (primero Llano Abierto y luego Entreletras) con dos compañías ineludibles: sus escritos bajo el brazo y su hija (Silvia Liliana), de la mano.
Muchos años después, veríamos la misma escena, pero ahora Silvia Liliana llevaba de la mano a su madre, y bajo su brazo, los libros de la escritora más prolífica y hermosa de este territorio…
Inseparables desde siempre; con sus sueños y sus almas y la vida entrelazados, bajo el pretexto de la cultura, la tradición, la literatura y sus saberes compartidos.
Así, fundidas en una sola causa, las dos Silvias, enormes, hermosas y vitales, han decidido el reencuentro, luego de dejar sus huellas y su legado (repito, compartido), para seguir de nuevo y de la mano, hacia las sabanas de ese firmamento que la escritora ya había descrito y pintado y musicalizado en sus obras, para festejar ese otro estrato, de seguro más feliz que este mundo oscuro que nos inunda.
Cómo duelen estas partidas.
El recuerdo vuelve y nos invade. Vemos a esa niña que corre y abraza su muñeca mientras su madre lee y comparte los escritos en medio nuestras tertulias cotidianas… Y luego la hija adulta, la cómplice eterna de su madre, que la acompaña y le patrocina sus nuevas aventuras, sus locuras literarias.
Esa es la imagen imborrable que me acompaña siempre, al referirme a Silvia Liliana y su inseparable amor: nuestra bella y eterna Silvia Aponte.