Pequeña crónica de cerca de 20 horas en un trancón monumental en la vía Bogotá-Villavicencio.
Noche fría. Lúgubre. Solos. Abandonados en una cinta asfáltica bordeada por montañas y grandes arbustos. Interminable fila de vehículos a lo largo y ancho del carreteable. Cientos, no, tal vez miles de personas están con la cara larga y la mirada perdida como queriendo encontrar una respuesta a lo que está pasando. Hace por lo menos 16 horas que nada se mueve. Solo el canto de las aves, de los pajaritos enternecidos que alegres dejan escuchar sus notas melodiosas saludando al nuevo día.
Ha sido una noche de perros. Las familias buscaron la forma menos incómoda de pasar la noche. Se armaron de sacos y chaquetas para evitar que el frío hiciera de las suyas en las indefensas humanidades. Dentro de sus automotores improvisaron camas. Sillas abatidas en su máxima extensión. Almohadas improvisadas. El sueño y el cansancio de una interminable jornada hicieron de las suyas. En medio de las incomodidades, algo durmieron o al menos lo intentaron. Pero el estrés y la incertidumbre no escaparon con las sombras de la noche. No! También buscaron acomodo y ahí pernoctaron como sonámbulos en busca de la mejor sombra de la noche.
Entre murmullos y oscuridades pasaban los vendedores que venden de todo pero que no venden nada. Las luces de los vehículos se apagaron y el silencio se hizo más largo y la noche se perdió en sus más oscuras sombras. Una mujer dijo ‘quiero hacer chichi’ y su pareja atenta le respondió ‘haz ahí ‘ señalando con el índice de la mano derecha la berma fría de la carretera y ella ‘como se le ocurre, hay muchas personas y me pueden ver’. Entonces tomó la decisión de saltar una barda y unos centímetros más allá de la berma dio rienda suelta a su necesidad fisiológica y descansó. Tal vez a otras tantas mujeres les tocó hacer lo mismo.
En medio del silencio sepulcral de la noche el sueño fue venciendo la resistencia de los guerreros de la noche y hubo silencio. Los vendedores de todo qué no venden nada dejaron de aprovecharse de las necesidades de los viajeros y también sucumbieron ante los encantos de Morfeo pero con la firme intención de volver a vender de todo sin vender nada. Y a fe qué si porque con las primeras luces de un sábado frío ahí estaban vendiendo de todo sin vender nada. Ellos son los únicos a los que se les ve una mueca de sonrisa en el rostro.
Al fin y al cabo son quienes más provecho le sacan a las tragedias y trancones que suelen ocurrir cada vez que en alguna parte de la carretera la montaña decide dejarse caer para interrumpir el tránsito por la vida. Pasa con frecuencia. Mucha, dice un hombre curtido en viajar por esta geografía estrellada. Nadie refleja rabia u odio. Solo resignación. Quizás amargura. Tal vez son consientes que de nada sirve elevar el ánimo. Ni el odio, ni el mal genio, ni la desesperanza, ni la amargura ni los vendedores que no venden nada podrán remover los cientos de toneladas de lodo, piedra y agua que lentamente bajan de la montaña obstaculizando el libre discurrir de quienes a diario frecuentan una odisea convertida en carretera!