El presidente Juan Manuel Santos se despide del país un día antes de entregar su mandato.¡ Aquí el texto de su alocución!
Queridos compatriotas:
Esta es la última vez en que me dirijo a ustedes como Presidente de la República. Lo hago con mucha emoción y con una profunda gratitud en el corazón, por haber tenido el privilegio, el honor y la responsabilidad de dirigir los destinos del país durante los últimos ocho años. No es el momento de hacer balances o de mencionar los resultados del gobierno. Ya lo hemos hecho en los últimos días, con la satisfacción de haber progresado mucho hacia la visión que nos propusimos de tener una Colombia en paz, con mayor equidad y mejor educada.
Pero será la historia la que dará el último veredicto. Hoy quiero hablarles, brevemente, desde el fondo de mi alma. Ser presidente es un oficio único y lleno de desafíos, que me ha dejado maravillosos recuerdos y también algunos sinsabores, que al fin y al cabo forman parte de la vida.
Lo más importante –como siempre– ha sido la gente… Ese contacto diario y personal con los colombianos de todos los rincones: de nuestra alegre región Caribe; de nuestro vibrante Pacífico; de nuestra pujante zona Andina; de nuestros Santanderes y nuestros Llanos; de nuestra Orinoquía y Amazonía, verdaderos tesoros naturales que preservamos para la humanidad.
Enfrenté muchos retos; habré tenido aciertos que no me corresponde a mí destacar, y también equivocaciones –humanas equivocaciones– por las que les ofrezco disculpas.
En toda esta travesía he seguido un norte, una guía, que me ha ayudado a mantener el rumbo hacia puerto seguro: ese norte ha sido mi propia conciencia. Un gobernante puede perseguir la popularidad de corto plazo y las encuestas, o puede seguir el mandato de su voz interior, de su conciencia, que le dicta qué es lo correcto. Yo preferí el segundo camino… Y mi conciencia me dijo: Colombia no puede resignarse a sufrir una guerra sin fin, como si fuéramos un país condenado a la violencia. Si existe una oportunidad, ¡una sola oportunidad!, de parar esta guerra, tenemos que intentarlo.
Y lo intenté, con el apoyo y la generosidad de la mayoría de los colombianos; y, sobre todo, de las víctimas de esa guerra, que fueron mis mayores maestras. ¡Cuánta generosidad; cuánta capacidad de perdón y de reconciliación; cuánto valor y coraje encontré en esos millones de colombianos que no quieren que otros sufran lo que ellos sufrieron! Por las víctimas –por los campesinos desplazados de sus tierras, por las madres que han visto morir a sus hijos, por los que han perdido todo menos la esperanza– buscamos la paz. Y
Y hoy –cuando ya logramos, la terminación del conflicto de más de medio siglo con las FARC– podemos, por fin, entre todos, comenzar a construir la paz: una paz duradera, una paz estable, una paz que evite el surgimiento de nuevas guerras.
Me lo decían hace poco, en una carta pública, un par de abuelos, honrosa categoría a la que ingresé recientemente: “Preferimos llorar en los cumpleaños de nuestros nietos y no en sus entierros”. Eso es lo que queremos todos los colombianos: vivir en un país normal donde los hijos entierren a sus padres y no al revés. Y eso es lo que ya estamos comenzando a ver. En un año y medio hemos avanzado más en la implementación de los acuerdos que en cualquier proceso de paz similar en el mundo. Falta mucho, por supuesto. Ninguna paz es perfecta, ni fácil de consolidar, y menos en nuestro país, afectado por tantas formas de violencia.
Los asesinatos de líderes sociales son un dolor con el que me marcho, y la sociedad colombiana –como un todo– debe levantarse para protegerlos y para rechazar estos ataques. La defensa de la vida tiene que ser siempre nuestra cruzada.
En Colombia –a pesar de las dificultades– se respira hoy un aire diferente: las noticias de secuestros, atentados y bombas ya no están a la orden del día. Los colombianos hemos recuperado el derecho y la alegría de recorrer nuestro maravilloso país. Y así como Colombia no podía resignarse a vivir en guerra, los colombianos no podíamos –ni podemos– quedarnos indiferentes ante los compatriotas que sufren la pobreza, preocupados por no poder llevar sus hijos al colegio o al médico.
Nos falta camino aún para erradicar por completo la pobreza, para reducir las inaceptables diferencias entre los más ricos y los menos favorecidos. Pero en ese propósito orienté toda la capacidad del gobierno.
Y lo cierto es que avanzamos con paso firme hacia una Colombia con mayor equidad y mejor educada. Por eso termino estos ocho años con serenidad: porque hice lo que me dictó mi conciencia, lo que consideré que era correcto, y hoy la paz queda en las mejores manos posibles: EN MANOS DE USTEDES, QUERIDOS COLOMBIANOS. Siempre dije que la paz no era mía sino de ustedes. Y hoy la dejo a su cuidado, como quien deja a un niño pequeño en manos de amorosos guardianes.
La paz es de ustedes. ¡Cuídenla! ¡Defiéndala! ¡Háganla crecer y multiplicarse por toda nuestra geografía… en nuestros campos y ciudades… en nuestras comunidades y familias… en el interior de nuestras almas! Me voy tranquilo. Me retiro de la política y de las veleidades partidistas y electorales. Pero seguiré trabajando –desde otros ámbitos– por las víctimas y por la paz. Y me voy –lo digo con alegría– sin llevarme conmigo enemistades. Porque para pelear se necesitan dos, y yo –gracias a Dios– no albergo odios ni resentimientos en mi corazón. Hice lo que pude, de la mejor manera que supe hacerlo, acompañado por un equipo de gobierno entusiasta, por hombres y mujeres talentosos y buenos, a quienes agradezco. Reconozco que falta mucho.
En un país como el nuestro siempre habrá mucho más por hacer. Se arregla un problema y aparecen diez. Pero creo –sinceramente– que Colombia está hoy mejor que antes. Y que en los tiempos futuros estará mucho mejor, porque la paz, el progreso, la reconciliación, llegaron para quedarse. A mi sucesor, el presidente Iván Duque, le deseo lo mejor: todos los éxitos posibles, por el bien de nuestra patria. Yo seguiré la regla dorada, que ha marcado el camino de las grandes filosofías y religiones: Tratar a los demás como uno quisiera ser tratado. Por eso, cumpliré –si me permiten– mi promesa de no molestar, de no intervenir, de no ser un aguijón en la nuca de mi sucesor.
Cada presidente manda en su tiempo. Y el mío termina mañana. Colombianos y colombianas: Les pido, los invito a que actuemos y pensemos con moderación. A no dejarnos llevar por los extremos, siempre dañinos, siempre polarizantes. A que tramitemos nuestras diferencias siempre con respeto por el otro, por el que piensa diferente. Los invito a que busquemos la unión, a que encontremos puntos de acuerdo sobre los temas fundamentales.
Colombia, cuando está unida, se hace más fuerte. Nuestro potencial es enorme: no dejemos que la polarización nos limite. El Papa, en su histórica visita, nos exhortó a que no nos dejáramos robar la esperanza, a que pensáramos en grande, a que voláramos alto.
¡Escuchémoslo! No se dejen robar la paz... A eso los invito hoy también. Hace ocho años, cuando me posesioné, cité una frase del presidente Eduardo Santos, que pronunció en 1938, ocho décadas atrás. Hoy –al despedirme– quiero volver a recordarla: “Cualquier sacrificio que me espera (…) lo recibiré con alegría, si puedo en cambio llevar a los hogares colombianos un poco más de bienestar, un poco más de justicia y el don divino de la paz”. Eso intenté, y espero haber logrado: llevarles a ustedes –mis compatriotas– un poco más de bienestar, un poco más de justicia… ¡y el don divino de la paz! Muchas gracias por su confianza. Muchas gracias por su apoyo. Y muchas, muchas gracias por su paciencia. Buenas noches. Y hasta siempre.